Tiempo de Navidad
Un niño se sienta, coge un papel y escribe su carta a
los Reyes Magos. Anota uno tras otro los juguetes que anhela, da sus razones
para considerar prioritarios a algunos y suplica, por favor, a Sus Majestades
que no tengan en cuenta su mal humor y las barbaridades que ha cometido a lo
largo del año. Nos enternece observar con qué dedicación escribe cada palabra,
cómo dibuja los regalos deseados y la inocencia con la que cree que esa carta
llegará a sus regios destinatarios. Más tarde, acompañado por sus padres, lleva
la carta al mensajero real. La inocencia encerrada en ese sobre, la ingenuidad
del gesto, nos enternece.
Llega finalmente la mágica noche de Reyes y se repiten
rutinariamente los preparativos de cada año. Los turrones para sus majestades,
la ventana entreabierta para que puedan entrar y el cubo con agua para calmar
la sed de los camellos. Una liturgia que se repite año tras año para que los
pequeños vivan la noche más maravillosa que hay.
La ternura
evoca, un tipo de vínculo, una forma de lazo que nos une a los demás. El padre
mira a su hijo la noche de Reyes y también experimenta ternura. Es un vínculo,
pero también es un pellizco en el corazón.
En las
relaciones humanas es algo fundamental, pero únicamente nos damos cuenta de
ello cuando falta. Lo mismo ocurre con otros dones de la vida humana, como la
amistad o la salud. Tomamos realmente conciencia de su valor cuando
experimentamos su ausencia o bien su vulnerabilidad. La ternura, como la salud
corporal, es frágil, pero es una experiencia que nos ennoblece y nos vuelve más
humanos.
Resulta
difícil imaginar un mundo sin ternura, un universo donde la palabra ternura
estuviese definitivamente proscrita. A menudo nos obstinamos con expulsarla del
mundo, en hacer caso omiso de su presencia, en excluirla. La inocencia
despierta la ternura, y la ternura nos hace confiar en el mundo y en los seres
humanos que en él moran.
Lo único
que salva a los vínculos humanos de la lógica del interés es la chispa de
ternura que somos capaces de experimentar a través de ellos.
Si el motivo que nos une al otro es el mero
utilitarismo o el simple placer, si lo que nos acerca a los demás es solamente
la búsqueda de un beneficio personal, el vínculo desconoce la inocencia, la
transparencia y la generosidad. En términos humanos, lo que convierte en
valioso a un vínculo es precisamente el acto de entregarse al otro, de librarse
a él sin esperar nada a cambio. Cuando dos personas se hacen donación mutua de
sí mismas, sin trampas, cartas en la manga y subterfugios, la ternura se
encarna en el mundo.
Al experimentar un lazo de esta naturaleza,
la ternura en él nos empuja a seguir viviendo.
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