Las crisis y sus oportunidades
por JOSÉ MARÍA ROMERA
Una
crisis como la que sufrimos constituye también una oportunidad:
la de estimular
la capacidad de fortalecerse en medio de las adversidades
A raíz de la crisis
económica mundial, junto al discurso derrotista y a veces apocalíptico
extendido como consecuencia lógica de la situación se oyen otras voces que
tratan de contagiar esperanza, optimismo o alguna forma de energía. No son
pocas. Si uno anota en el buscador Google la frase «crisis is opportunity»,
encontrará más de 650.000 páginas web donde se repite como un estimulante
mantra, dicha o escrita por intelectuales, políticos, sociólogos, sindicalistas
y gurúes del coaching empresarial y el liderazgo creativo. Al afirmar que «la
crisis es una oportunidad» -400.000 referencias en castellano- se está diciendo
lo que la sabiduría popular ya reflejaba con el adagio de «no hay mal que por
bien no venga»: que hasta en las circunstancias más adversas es posible obtener
alguna clase de provecho.
No podemos evitar
los males que nos sobrevienen, pero sí corregir nuestra actitud a la hora de
afrontarlos. Si nos dejamos llevar por la pesadumbre es muy probable que no
alcancemos a percibir el lado positivo que se esconde en muchas de las pequeñas
o grandes contrariedades de la vida.
Como explica Boris
Cyrulnik, el problema suele provenir de la tendencia general a dar respuestas
tristes a situaciones tristes, a concentrar nuestra mirada más en los que
sucumben que en los que se levantan después de un tropiezo. Estamos instalados
en una cultura del victimismo (1) que concede mayor autoridad al llanto que a la
sonrisa y que considera poco menos que un sacrilegio el hecho de buscar la
parte beneficiosa de los sucesos dolorosos o traumáticos.
«Lo que no me mata,
me hace más fuerte», sostenía Nietzsche anticipándose a lo que decenios después
la psicología iba a denominar 'resiliencia': la capacidad de fortalecerse en
medio de las adversidades y de mejorar donde otros sienten que el mundo se les
viene encima. Es cierto que ante determinados males de dimensiones devastadoras
no hay ser humano capaz de ofrecer resistencia. Pero incluso en estos casos el
damnificado tiene que elegir entre salir adelante o dejarse arrastrar por la
corriente destructiva.
El estoico Epicteto,
convencido de que «lo que perturba a los hombres no son los sucesos, sino las
opiniones que tenemos acerca acerca de los sucesos», aconsejaba huir del llanto,
de la queja y la protesta estéril que sólo servía para incrementar los efectos
del mal, y sustituirlos por la reflexión. En el peor de los casos, siempre
obtendremos una ganancia: la del aprendizaje
y la experiencia.
Es cierto que el «no
hay mal que por bien no venga» suele esconder una intención perversa, cuando el
mal en que se piensa es el de los demás y el bien, el propio. Abundan los
negocios de la desgracia que enriquecen a los industriales en la guerra y a los
profetas en las epidemias. O piénsese en el dilema moral que plantea la
evidencia de que si no hubiera accidentes de carretera dejarían de practicarse
trasplantes de órganos y por tanto morirían más personas en los hospitales.
No se trata de
buscar el mal para lucrar con él. La cuestión es formar el carácter y la mente –desarrollar resiliencia- para
afrontar los reveses intentando minimizar sus efectos negativos y, si es
posible, sacar ganancias de los positivos.
Aprender a valorar
Rara vez las
personas que han alcanzado el éxito llegaron a él por un camino de rosas. Por
regla general, las mejoras se obtienen a través de una sucesión de conquistas y
de fracasos, de alegrías y de penas. Los seres más felices suelen ser aquellos
que han transformado su vida a partir de grandes crisis. Porque sin al menos
una pizca de dolor, de conflicto, de problema, es improbable que nadie aprenda
a valorar aquello que posee o que alcanza y a desarrollar capacidades de
resolución.
Cualquier proceso de
crecimiento -desde el personal hasta el empresarial- pasa por una o varias
crisis. Ellas nos obligan a ser imaginativos y audaces, a actuar con realismo,
a tomar precauciones, a buscar salidas distintas a las consabidas, a adquirir
nuevos útiles intelectuales y psicológicos, en suma: a madurar.
¿Habrá entonces que
dar la razón a aquellos pedagogos lúgubres que sostenían que «la letra, con
sangre entra»? ¿Tendremos que flagelarnos física o moralmente para así
experimentar el dolor y, como consecuencia de ello, apreciar el bienestar al
que de ordinario no damos importancia? No se trata de predicar una pedagogía
del sufrimiento por el sufrimiento. La existencia ya nos pone bastantes
obstáculos en el camino como para no tener que agregarles otros dolores. Es el
mal inevitable, ajeno a nuestro control, el que nos emplaza a reaccionar con un
estilo u otro. Resulta duro pero a la vez simple: o escogemos el abatimiento
destructivo, o reaccionamos buscando el lado bueno, por insignificante que sea
visto al lado del malo.
Tras la inevitable
fase de hundimiento que sucede a una separación se abre el horizonte de la
libertad para rehacer la propia vida y la expectativa de nuevos encuentros.
Las enfermedades
graves nos enseñan a apreciar las pequeñas cosas cotidianas que antes nos
pasaban inadvertidas.
Cuando sufrimos un
desengaño nos queda la lección del escarmiento. Muchas de las épocas de mayor
florecimiento artístico y cultural han coincidido con regímenes políticos
opresivos cuya censura obligaba a los creadores a desarrollar recursos
creativos que quizá no habrían descubierto en caso de vivir en atmósferas más
propicias.
En definitiva: hay
que recibir con buena cara esas ocasiones que nos brinda el azar para hacer de
la necesidad virtud. Es decir, las crisis convertidas en oportunidades
Comentarios