Reflexiones ante el umbral del 2011
Por Marcelo Vázquez Ávila
El primer mes del año es enero. El nombre procede de Januarius, palabra latina que significa: de Jano (de januarius, se deriva January en inglés). Jano o Janus es el dios romano de las dos caras, que alude a la doble visión simultánea que integra pasado y futuro en el presente. Jano, entonces, es el dios de la puerta o mejor dicho, del umbral. Justo antes de cerrar la antigua puerta y antes de disponerse a abrir la nueva, se echa una mirada atrás para reconocer la experiencia acumulada. De ahí la típica recomendación de re-orientarse en enero a través de propósitos: qué conviene hacer ahora; y correcciones de rumbo: qué conviene retomar o de plano, desechar. Jano, sin embargo, no carecía de espíritu dionisíaco o pícaro, así que en el umbral, echaba también un vistazo a las omisiones, las que invitan a formular los despropósitos de Año Nuevo. Es decir, no a redactar una lista de qué se debe o qué se puede hacer, sino apuntar qué se quiere o antoja hacer que no se ha hecho; a qué no se ha atrevido la voluntad, ya sea por timidez, cobardía o acomplejada inhibición. Jano, con un ojo al gato y otro al garabato, invita así a atreverse en el 2011.
“Si uno avanza con confianza en la dirección de sus sueños, y se esfuerza por vivir la vida que se ha imaginado, se encontrará con un éxito inesperado” David Henry Thoureau
Ya hemos terminando el 2010 y estos días son ideales para revisar si hemos logrado nuestros objetivos, si hemos alcanzado el éxito y en qué nos hemos equivocado, para en base ello, planificar el 2011. En él, viven nuestros sueños, ideales y proyectos, pero sólo entendiendo las claves del presente, hurgando en sus secretos y pliegues, podemos hacer que algunos de esos sueños tengan lugar durante el año que acabamos de iniciar.
Siempre, en mayor o menor grado, habrá una diferencia entre nuestros planes y el dictamen final de la vida. El secreto está en caminar ese trecho y analizar el porqué de la desviación, el porqué del error.
Dice la conocida frase, Errare humanum est, pero también es humano y útil analizar los tropiezos que hemos tenido este año. Ganar es placentero, embriagador y además el mejor salvoconducto social que se puede expedir. La victoria es un fenomenal abrelatas, nada se le resiste. Al ganador se le abren todos los despachos, ningún jefazo está reunido cuando llama, todos los políticos y periodistas están disponibles. Es la persona que todos quieren visitar, ver y tocar. Perder, por el contrario, es doloroso, desconsolador, hiriente, y además antisocial y discriminatorio. Las puertas se cierran, las llamadas de teléfono se atragantan incontestadas, las reuniones se prolongan. Al menos sirve para prepararse para la soledad futura, los políticos, periodistas y amigos de antes, aduladores profesionales, te ignoran y ningunean. Solo quedan los sufridos familiares, flaco consuelo. La victoria es saludable y gozosa, la derrota es masoquista y desoladora, así de sencillo. No recomiendo nunca estudiar el pasado buscando fracasos sino más bien, analizarlo como una gran experiencia.
Los errores son parte principal del proceso de construcción. Así es como las personas y las empresas crecen y mejoran. El fracaso es parte del éxito. Escuchaba hace poco una entrevista a Valero Rivera, quizás el entrenador de balonmano más exitoso de todos los tiempos. DT del Barcelona que en su momento lo ganó todo. Decía que estaba agradecido a sus errores. Cada vez que ganaba algo se volvía para atrás, buscaba en el cofre de los recuerdos, encontraba una derrota anterior, le guiñaba el ojo cómplice y le reconocía su apoyo. Ojalá esa fuera la tónica general en personas y empresas.
En estas fechas, es común ver a los ejecutivos exitosos que se comprometen a prestarle mayor atención a sus vidas, sus familias, sus trabajos y a hacer planes para el próximo año. Sin embargo, en cuestión de semanas, la mayoría de dichos planes fracasan invariablemente. No es difícil entender por qué. En la mayoría de los casos, la causa principal es que las metas estuvieron mal definidas, el concepto de éxito no fue el adecuado ya que se circunscribe al ámbito profesional, se le suele definir en función a una buena oficina, un salario anual de seis cifras, el bono de fin de año y, quizá, un ascenso, pero no se toman en cuenta variables como la familia, la tranquilidad personal, el desarrollo de las virtudes humanas.
De esa forma, uno tiende a enfrascarse en una carrera interminable en busca de más: más títulos, más dinero, más negocios e independientemente de cuánto se haya logrado, siempre habrá más que buscar y conseguir.
El verdadero éxito es algo más íntimo, no sé si llama felicidad, pero si no lo es, se le parece mucho. Es equilibrio, es vivir con la conciencia tranquila de saber que se ha esforzado al máximo por hacer las cosas bien. Este concepto difiere muchísimo de lo que pensábamos cuando éramos más jóvenes, en el que definíamos como exitosos únicamente a aquellos que tenían más dinero o a los que buscaban con pasión crear y hacer crecer su propia empresa.
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