Nadie puede hacernos felices

por Marcelo Vázquez Avila

Podemos pagar a otros para que nos laven el coche,  nos hagan la declaración de la renta, nos enseñen inglés o nos operen de apéndice.  Podemos conspirar y manipular para prosperar en la empresa y acceder a puestos de poder con el fin de que nos obedezcan. Pero nadie puede hacernos felices, porque ese es un estado que ni se compra ni se alcanza a través de los demás.

En una cultura que celebra la velocidad y la gratificación instantánea, deberíamos proponernos un camino diferente, casi revolucionario: debemos olvidarnos de los atajos y hacernos responsables de nosotros mismos. Tenemos que dedicarnos tiempo, crecer, con esfuerzo e incluso cierta disciplina. Sólo así alcanzaremos la verdadera felicidad.

En la Universidad de Wisconsin (Estados Unidos) se han estado llevando a cabo experimentos con cientos de personas con el fin de calibrar las emociones positivas registradas por el cerebro humano. Según esas investigaciones, el hombre que logró puntuaciones más altas —desbordando los límites previstos por los científicos—, y ganándose así el título de «el hombre más feliz de la Tierra», es un monje budista llamado Matthieu Ricard. De origen francés educado en el seno de una familia de artistas e intelectuales, y doctorado en genética molecular, hace treinta años decidió abandonar su vida acomodada pero insatisfactoria para dedicarse a la búsqueda interior y espiritual. Matthieu carece de muchos bienes que solemos considerar imprescindibles según los ideales convencionales:  no tiene casa propia, ni dinero, ni pareja, y sin embargo irradia alegría y contento. Vive en una pequeña habitación como la del resto de los monjes, ha renunciado a las posesiones materiales (dona los beneficios de sus reputados libros a una organización filantrópica creada por él mismo para ayudar a proveer de escuelas, orfanatos y hospitales a los más desprotegidos en varios países asiáticos), y se retira a una choza en el Himalaya a meditar tres meses al año. Para muchos resulta paradójico que un hombre en estas circunstancias sea tan feliz.

Su ejemplo hace dudar de muchas premisas comúnmente aceptadas, y la pregunta que  me viene a la cabeza es: ¿Vamos a esperar a tener todo bajo control y que nuestra vida sea perfecta según nuestros cánones, o nos vamos a permitir la posibilidad de ser felices, aquí y ahora, exactamente donde estamos ubicados, con lo que poseemos, con lo que nos rodea, con nuestros retos e incomodidades?

Nuestra cultura se caracteriza por la acción, la productividad y la distracción. No hay momentos para la reflexión, la escucha, el crecimiento, ni la poesía vital. En este paradigma actual no nos concedemos el tiempo necesario para integrar los desafíos, no parece que encontremos los mecanismos para superar las dificultades de manera sana; no apreciamos la belleza que nos rodea ni las bendiciones con las que contamos. Ciframos nuestros éxitos en los bienes materiales y en los títulos, vivimos de cara a la galería, padecemos desasosiego y una enorme insatisfacción interna que no somos capaces de colmar por mucho que lo intentemos.

No pienso que la infelicidad sea una inevitable condición humana como muchos sostienen, resignados. No es una maldición caída del cielo ni de los infiernos, ni un mal general ineludible. Ese sentimiento de infelicidad es sólo una emoción creada por el cerebro humano a través de acciones mentales específicas, de interpretaciones negativas y derrotistas de los acontecimientos que nos toca vivir y que nos perturban en cuanto difieren de las ideas preconcebidas que albergamos sobre la apariencia que ha de tener nuestro presente y futuro. Nada está dotado de significado intrínseco, ni siquiera los traumas o las mayores desgracias. 

Tenemos numerosos ejemplos y datos que nos lo demuestran: personas que nacen con una cuchara de plata en la boca pero se arrastran agonizantes sin poder disfrutar de lo que les ha sido regalado por el destino, sin conocer jamás complacencia alguna; mientras otros menos afortunados, golpeados por  adversidades  terribles son capaces de levantarse, curarse las heridas y, enriquecidos por las pruebas a las que han tenido que enfrentarse, dedican sus vidas a inspirar a otros. ¿Podemos pues estar seguros de que las circunstancias externas son las que determinan la dicha que se nos permite experimentar? ¿Es la felicidad un territorio vedado al que sólo pueden acceder unos cuantos elegidos, bendecidos por no se sabe bien qué ley divina o humana que les concede la gracia de que la vida les sonría de forma continuada y permanente? resulta cómodo culpar a otros de nuestras miserias y frustraciones: los padres que no me amaron lo suficiente, el entorno negativo, la empresa que me despidió, los hijos hiperactivos, el socio que me traicionó… 

Mientras no tomemos responsabilidades sobre cómo nos sentimos, cómo valoramos los hechos externos y cómo podemos cambiar las percepciones gracias a la aceptación de uno mismo y a la educación de nuestra mente, seguiremos siendo prisioneros de las circunstancias, los vientos y las inevitables tempestades, sin percatarnos de que hemos escondido la llave de nuestra propia cárcel.

Aunque muchos hemos terminado por automatizar el proceso de interpretación de los hechos externos, la capacidad de decidir dónde ponemos nuestro foco de atención y cómo nos sentimos sigue estando en nosotros, y por lo tanto podemos elegir modificarlo en el momento en que lo dispongamos. Lo cierto es que el nivel de felicidad está más relacionado con la compresión que desarrollamos, el etiquetado de las experiencias que nos llegan, el manejo y la expresión de las emociones que nos invaden,  la serenidad y la flexibilidad que cultivamos, que con los hechos que acontecen y que en ocasiones no podemos eludir, aunque venderíamos nuestra alma por cambiarlos. ¿Cuánto deberemos sufrir aún hasta que empecemos a modificar los hábitos que no nos benefician y nos hagamos cargo de nuestros propios sentimientos?.

Podemos pagar a otros para que limpien nuestra casa, nos hagan la declaración de la renta, nos enseñen inglés y nos operen. Podemos conspirar para imponer nuestra voluntad, manipular para prosperar en la empresa, acceder a puestos de poder con el fin de que nos obedezcan. Pero nadie nos puede hacer felices. Hemos de tomar nosotros mismos la responsabilidad; tenemos que crecer psicológicamente si queremos responder a la vida como personas maduras y auténticas. No hay que olvidar que el ser humano está diseñado para la supervivencia,  hay que ponerse manos a la obra con dedicación y denuedo. Alcanzar la felicidad y la paz interior no es un lujo para unos pocos elegidos, sino algo tan importante que merece la pena educar la mente para poder así recoger los frutos de un bienestar interno que nada ni nadie pueda arrebatarnos, y no nos ocurra como a Jorge Luis Borges, quien afirmó: «He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz».

No creo que haya fórmulas mágicas ni atajos para llegar, sino que la senda se va construyendo y fortaleciendo a medida que nos involucramos en ello de manera perseverante  y consciente. Recordando las palabras que Ana Frank, con quince años, escribía en su diarios en 1944 mientras se escondía de los nazis:

«Contamos con muchas razones para esperar gran felicidad, pero tenemos que ganárnosla. 
Y eso es algo que no podremos conseguir tomando la salida fácil».

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