Del estrés al “burn out”
por Marcelo Vazquez Avila El trabajo debería ser gimnasio del alma: sales sudado, sí, pero más fuerte, más sabio y con buenos compañeros de máquina. Debería oler a crecimiento, a aprendizaje compartido y a “lo logramos juntos”. Pero demasiadas veces se convierte en parque de diversiones del cortisol: mucha fila, poco disfrute y fotos con cara de “¿por qué acepté subirme a esto?”. Y no es culpa del trabajo en sí, sino del cómo: cómo se gestiona, cómo se exige, cómo se mide. La receta importa tanto como los ingredientes. El estrés —y su primo mayor, el burnout— no llega con sirenas; llega con susurros. Se construye a fuego lento, como un guiso que nadie vigila: un correo a deshora por aquí, un “era para ayer” por allá, una reunión que pudo ser un párrafo y, de postre, métricas que miran números pero no miran gente. Un día te descubres pensando que nunca alcanzas, que fallar está prohibido, que hablas y el eco te deja en visto. Te das cuenta de que el reconocimiento se fue por café...