Del estrés al “burn out”
por Marcelo Vazquez Avila
El trabajo debería ser gimnasio del alma: sales sudado, sí, pero más fuerte, más sabio y con buenos compañeros de máquina.
Debería oler a crecimiento, a aprendizaje compartido y a “lo logramos juntos”. Pero demasiadas veces se convierte en parque de diversiones del cortisol: mucha fila, poco disfrute y fotos con cara de “¿por qué acepté subirme a esto?”. Y no es culpa del trabajo en sí, sino del cómo: cómo se gestiona, cómo se exige, cómo se mide. La receta importa tanto como los ingredientes.
El estrés —y su primo mayor, el burnout— no llega con sirenas; llega con susurros. Se construye a fuego lento, como un guiso que nadie vigila: un correo a deshora por aquí, un “era para ayer” por allá, una reunión que pudo ser un párrafo y, de postre, métricas que miran números pero no miran gente. Un día te descubres pensando que nunca alcanzas, que fallar está prohibido, que hablas y el eco te deja en visto. Te das cuenta de que el reconocimiento se fue por café y no volvió, que la exigencia se quedó a vivir y el cuidado ni dejó nota. Cuando el resultado vale más que la persona, la persona se encoge para caber en el resultado.
Trabajar debería dignificar, no encoger. Debería enseñarnos a equivocarnos mejor, a pedir ayuda sin vergüenza, a medir lo que importa sin olvidar a quienes importan. Porque la productividad sin humanidad es como un auto sin dirección: puede ir rápido, pero no llega a ningún lugar que valga la pena.
Propósito con límites. Exigencia con cuidado. Métricas con rostro. Si logramos ese equilibrio, el trabajo vuelve a ser lo que siempre prometió: un lugar donde crecer sin quemarse, cooperar sin competir con uno mismo y terminar el día con la clase de cansancio que se cura con una ducha y una sonrisa, no con apagar incendios en la cabeza a las tres de la mañana.
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